Desde que nos mudamos al Sur porque la empresa abrió una sucursal nueva, mi mujer no salió casi nunca. Trabajaba desde casa haciendo algo web y todas sus amistades quedaron en Buenos Aires. Tampoco le gustaba mucho el frío. Yo me volví asiduo a un bar que me recordaba al que me llevaba mi papá cuando era chico. Los hombres de ahí eran básicamente iguales a aquellos con los que él hablaba de fútbol y mujeres, así que me sentí muy cómodo sentado en la barra. Mi mujer nunca quiso acompañarme. Sin embargo, cuando se aburrió de ver siempre las mismas cuatro paredes empezó a ir al gimnasio.
Un día anunció que salía con unas amigas que había conocido ahí y eso se repitió una o dos veces por semana. Me puse contento por ella. Al mes salí temprano del trabajo y la encontré sola en la bicicleta fija. No supo decirme donde estaban todas esas amigas que había hecho y sospeché. Encontré en su celular mensajes de otro hombre. Su foto de perfil era casi todo abdominales. Discutimos, y finalmente la maté. Entré en pánico y comencé a urdir toda clase de planes para no ser descubierto. En un principio, corté el cuerpo en pedazos y lo enterré en el patio. Los mensajes del hombre siguieron llegando y terminé por contestarle. Tuvimos una conversación en la que imité el lenguaje de los mensajes anteriores, a veces subidos de tono, y generalmente idiotas. Se me acabaron las excusas y terminé diciéndole que no podía verlo más, porque mi marido sospechaba. Tenía que elegir entre los dos hombres y con su voz me elegí a mí mismo. Por ese motivo, mi mujer tuvo que dejar el gimnasio.
Como complicación adicional, su casilla de mail empezó a abarrotarse con proyectos inconclusos. Como eran independientes entre sí, podía no buscar nuevos una vez que estuviesen terminados. Pero había que terminar los que ya estaban empezados: sería sospechoso si desapareciera de un día para el otro. Además, el dinero me vendría bien si eventualmente quería instalarme en otra parte. Aprendí diseño y programación web, para hacer su trabajo a las apuradas cuando llegaba a casa del mío. Descubrí lentamente que disfrutaba más esos pequeños desafíos que la monotonía de la oficina. Terminé renunciando, aduciendo que mi mujer ganaba lo suficiente para mantenernos a los dos. Los del bar empezaron a decirme mantenido y me pelié con ellos. Pensé en que era un buen momento para mudarme, pero no podía dejar el cadáver abandonado. Resolví seguir con la farsa, hasta que se me ocurriera algo o tuviera oportunidad de desecharlo en otra parte. Toda su vida social existía en internet, así que pensé que reemplazarla allí no sería tan difícil. Sin embargo, descubrí que en sus cuentas virtuales parecía una persona completamente diferente a como era conmigo. Tuve que aprenderla de nuevo después de diez años juntos.
Por ejemplo, sabía que era medio zurda, pero nunca que tuviera tantos seguidores con los que conversaba de teoría política y su faceta sublunar. Tuve que leer bastante para seguirles la charla. Aprendí la jerga y la repetí en cada mensaje. La mayor parte de esas discusiones resultaron ser tests de jerga. Nunca fui muy activo políticamente, así que no me molestó adoptar nominalmente la ideología a pesar de no creer en ella ni en ninguna otra.
Del mismo modo fui haciéndome pasar por mi mujer en todos los foros, subiendo las fotos que ella hubiese subido. Habiendo dominado por necesidad el Photoshop para hacer su trabajo, podía alterarlas para situarla en nuevos lugares, con otros cortes de pelo, envejeciendo lentamente. Inventé vacaciones y mascotas. Chatié con su madre como si fuera la mía y pergreñé anécdotas del secundario con sus amigas como si yo también hubiese asistido ahí. Nunca hice nada con el cuerpo, ni me mudé a ninguna parte. No extraño mi oficina ni a mis viejos «amigos». No recuerdo muy bien qué intereses podría haber llegado a tener antes de la programación o la política. Ahora, tras haber tomado definitivamente su lugar, entiendo porque había buscado a otro hombre. Yo era bastante aburrido.