Había empezado a ver la serie unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, pero miró otro capítulo en el DVD traído de Miami cuando regresó al departamento de la calle Humboldt. Se dejaba maravillar por lo intrincado de los operativos de simulacro, por la abrumadora personalidad de los cuatro perpetradores. Esa tarde, luego de concertar una cita con una mujer que había conocido en el lobby del Ritz y discutir con un socio una discrepancia de números, volvió a la serie en la tranquilidad del living con vista a la avenida Niceto Vega. Recostado en el enorme sillón negro, de espaldas a la puerta blindada para bloquear cualquier intromisión no deseada, acomodó el cuerpo entre los almohadones de cuero ecológico y le dio play al disco con los últimos capítulos. Su sonrisa aparecía sin esfuerzo con las improbables y disparatadas situaciones y la ilusión televisiva lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse distanciando momento a momento de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en los mullidos almohadones, que el vaso de whisky seguía al alcance de la mano, y que aquella noche sería compartida con una belleza exótica como nunca había imaginado le iba a tocar en su vida.
Escena a escena, absorbido por la pantalla, dejándose ir hacia los personajes de una estoicidad implacable, fue testigo del desarrollo del plan maestro. Primero aparecía Medina como el guardaespaldas de una heredera rusa en un vestido de Dior; ahora llegaba Lamponne, que se hacía pasar por un empleado del lujoso hotel junto a la playa. Admirablemente dirigía sus movimientos Santos contando regresivamente a través de un handy, pero Ravenna ya estaba en la habitación contigua a la de la víctima, poniéndose una barba postiza y un gorro de cosaco. La pistola Makarov 1952 se entibiaba en su mano, y la víctima, un usurero despiadado, bajaba las escaleras marmoladas hacia el bar donde habría de pedirse como siempre un Blue Label con dos hielos. La irrefrenable mente de Santos hacía parecer que todo estaba decidio desde siempre. La mujer, rubia, alta, misteriosa, imitó una fracción de segundo antes el pedido del usurero y eso los hizo sonreír y mirarse y entablar una conversación trivial, pero sutilmente seductora. Él se presentó como un hombre de recursos, y ella parecía nerviosa y asustada. Nada había sido olvidado por los simuladores: coartadas, azares, posibles errores. A partir de ese encuentro cada movimiento de la víctima se sincronizó perfectamente con el perfil psicológico preparado en la investigación. Cuando las manos se tocaron fugazmente, Ravenna apareció en las escaleras con paso robótico y dando mueres al capitalismo le disparó salvas a Medina y a Lamponne, que caían en charcos de sangre falsa.
Sin tocarse ya, respirando agitadamente por la carrera, la mujer y el usurero se subieron a un taxi con destino al Aeropuerto Internacional. Ella debía llamarlo cuando hiciera la conexión en Brasil. Él debía contactar a sus socios y deudores para que la ayudaran a lo largo del viaje, a cambio de extensiones y perdones en los créditos. Ravenna volvió a la Argentina en otro vuelo, llegando a Palermo en un modesto Torino conducido por el Asistente. En el camino discutieron lo desfavorecidas que quedaban las cadenas de pizza norteamericanas frente a sus contrapartes porteñas, hasta distinguir entre el smog de la ciudad del millón de camionetas 4×4 el perfil del edificio del usurero. Ravenna se acomodó la barba falsa y recordó las palabras de Santos: llave escondida para la rusa entre las macetas del zaguán. Ocho pisos por ascensor. El encargado no estaría a esa hora, y no estaba. El caniche de Mabel del 8ºA no debía ladrar y no ladró. Luego, un largo pasillo y una puerta blindada que debía abrirse de golpe. Entonces la pistola Makarov en la mano, el vaso de whisky, el enorme sillón negro, el cuerpo de Máximo Cozzetti entre los almohadones de cuero ecológico mirando Los Simuladores.