Johnny el bombero vivía en un país donde nadie más se llamaba Johnny, y los edificios solían ser de piedra, así que no se prendían fuego nunca. Como en ese capítulo de Los Picapiedras que Pedro y Pablo se hacen bomberos para tomar clases de baile en secreto y terminan formando un duo de folk rock.
Pero Johnny no sabía nada de música. No era uno de esos bomberos piromaníacos que queman libros, ni se agarraba a trompadas con destacamentos rivales por el derecho de apagar un incendio. Más bien iba a fiestas y miraba fijo a los fumadores para ver que hacían con el pucho cuando terminaban. Luego se ponía a despejar pasillos de parejitas en diversos actos amatorios que bloquearían el paso en caso de una hipotética emergencia. Y cuando la noche estaba termiando, evitaba a toda costa que los demás borrachos se pusieran a freir cosas a las 4 de la mañana. Más allá de su utilidad, su presencia resultaba bastante molesta, así que los dueños de casa dejaron de invitarlo.
El día que apareció el duende estaba en el cuartel, solo y tomando whisky, y en la casa de enfrente se estaba celebrando otra fiesta. En un sillón de medio cuerpo y con las patas arriba de una mesita, secretamente deseaba empezar a ver un humo negro, para que vinieran a pedirle de rodillas que apagara el fuego y los salvara. Y luego él lo apagaría, claro. Ningún problema. Una vez ayudó a vomitar en el inodoro a un muchacho que había quebrado, más allá de que un rato antes ese mismo guachín había tratado de “birlarle la minusa”, como se decía en aquel país de los edificios de piedra. Incluso se ahorró las reprimiendas justificadas por la situación y los años que le llevaba, y nada más lo sostenía con los guantes de latex puestos. En la cocina, dos estudiantes de medicina y un profesor de gimnasia revolvían la heladera en busca de huevos para freír, dado que les estaba agarrando hambre y se les habían acabado los pancitos. Como ahora, Johnny había estado extremadamente borracho y lleno de frustración. De hecho era alcoholico, como gran parte de los bomberos que carecen de fuegos para apagar. Por este motivo no le sorprendió tanto que frente a él, junto a un televisor de catorce pulgadas, se materializara el duende psicótico con una antorcha en la mano.
-Hola, soy el duende de los bomberos –le dijo.
-Hola duende de los bomberos. Yo soy Johnny. Uhm, no estoy seguro si sos real o no y por lo tanto si es insano contestarte.
-Soy muy real. De hecho, mirá el fuegazo que me mandé ahí enfrente.
Efectivamente, la casa de la fiesta se estaba incendiando. Pero un incendio “de la San Puta”, como se decía. Como Infierno en la Torre, pero con una casa en vez de una torre y prácticamente nada de Steve McQueen.
-Yo ahora me voy a mandar por las alcantarillas –dijo el duende-. Podés seguirme o podes ir a apagar ese incendio que tanto estabas esperando para justificar tu existencia miserable.
Johnny no lo pensó y siguió al duende, mientras sus viejos amigos morían calcinados o asfixiados por el denso humo negro. Se llevó la botella de whisky, y le daba sorbos mientras se agachaba o contorsionaba para poder pasar por los túneles excavados en la roca viva. El bombero hacía preguntas, algunas sobre la naturaleza del duende, otras sobre el destino. Johnny también quería saber como hizo para prender fuego un edificio de piedra, antorcha y todo, pero el duende no contestaba. Su pequeño y puntiagudo rostro iluminado por la llamita titilante mostraba nada más que una determinación irrefrenable por llegar al destino, fuese éste el que fuese. Johnny trataba de recordar lo que sabía sobre duendes. Había demonios teológicos de la duda. Este era evidentemente destructivo, pero no tonto ni artero como el diablo católico. ¿Sería el duende de Lorca, enemigo del intelecto, los ángeles y la musa, o el de Sócrates, que siempre sabía donde había 2×1 en túnicas? Pero esos eran nada más que metafísicos, ¿No es cierto? No un monito serio con una antorcha. De lo único que estaba seguro es que nadie triunfa nunca sin un duende, y por eso lo seguía. Al rato, el duende le habló.
-Mientras me seguís como un borrego, Johnny, en la superficie casi todos los edificios se están incendiando. Los que no, desearán que así fuera. Este es el momento en que el mundo más necesita un bombero, y sin embargo te escondés bajo tierra. ¿Estás seguro que querés seguir conmigo?
-Sí.
-¿Aunque no te diga a dónde vamos?
-Estoy demasiado borracho para tener miedo.
-¿Aunque te diga que al final de este túnel hay una cámara donde los duendes hacemos sacrificios humanos?
Johnny se detuvo en seco.
-¿Sacrificios humanos?
-Sí, al oscuro y terrible Duende Mayor que en este momento está dirigiendo la consumisión de tu mundo de piedra para la próxima generación de seres.
-¿Esos seres serán mejores o peores que nosotros?
-Aproximadamente lo mismo. Pero van a construir sus edificios con madera. Esos también van a ser eventualmente destruidos por las llamas, y luego sus sucesores van a construir con paja. Luego el Duende Mayor soplará y soplará y derribará la última civilización, para luego devorar a sus integrantes como si fueran cerditos.
-¿Y a mi me elegiste para ser el único sobreviviente o para ser un sacrificio más?
-Decime vos, Johnny, ¿Sos un sobreviviente o un cerdo?
-Soy un bombero alcoholico. Y por eso mismo no puedo dejar de notar que esa antorcha que tenés ahí representa un riesgo terrible en este ambiente cerrado. Vas a tener que apagarla.
-¿Qué? No, es mía. La necesitamos para ver en la oscuridad.
-Me chupa un huevo. Apagala.
-¿Todo tu mundo arde y a vos te importa nada más que esta llamita miserable?
-Apagala te dije, la concha duendesca de tu madre.
-¡No!
Johnny se abalanzó sobre él y lo golpeó salvajemente hasta que la antorcha terminó por extinguirse. Luego estuvieron los dos en silencio en la oscuridad más absoluta, y de alguna parte llegaban los desgarradores gritos de gente ardiendo o siendo devorada por terribles duendes de todos los tamaños.
-Ahora no te llevo a ningún lado –dijo el duende-. A ver si encontrás la salida vos solo. Puto.
-Andá a cagar –dijo Johnny, y pasó muchos años arrastrandose en la oscuridad, alimentandose de insectos, y lamiendo estructuras viscosas que no sabía muy bien que eran pero lo hacían emborracharse y así mantener el coraje y la frustración intactas. Para cuando volvió a subir a la superficie, lo que había dicho el duende de los bomberos habíase ya cumplido. Tres civilizaciones habían sido sucesivamente destruidas, y entre las ruinas de piedra calcinada, carbon y ceniza solo sobrevivían pequeñas bandas de cazadores y recolectores primitivos. Johnny se unió a la que tenía el nombre más prometedor: “La Logia de los Búfalos Mojados”, por otro capítulo de Los Picapiedras.
El bombero los guió, los protegió y les enseñó a usar el fuego con responsabilidad y seguridad para cocinar, mantenerse calientes y destilar whisky. Recordaba vagamente el proceso para fabricarlo, y con los años le fue saliendo mejor. En las fiestas y bacanales de su nueva gente seguía tratando de resguardar la seguridad, y evitar que todos murieran en las llamas. Pero ahora era viejo, y su neurosis era considerada normal. Eventualmente contrajo matrimonio con una mujer que sin que ninguno de los dos lo supiera descendía de esa minusa que le había querido birlar el muchacho que había quebrado en el baño de aquella fiesta, muchos imprudentes fuegos atrás.