El peso de los caídos

Después de enterrar a la mujer, el sargento mayor Grigory Nikitovich Silvestrov volvió a meterse en el tanque. Estaban en medio de un campo que había servido de sustento para el pueblo de Kapustov durante generaciones, pero los continuos bombardeos lo habían dejado improductivo. El propio pueblo era una ruina, y Grisha suponía que la mujer había sido su última habitante. La había encontrado acurrucada junto a dos ramas cruzadas que marcaban una tumba. Por el área de tierra revuelta, debía tratarse de una fosa común excavada recientemente. Salvo poner las ramas, la mujer no podría haberla preparado sola antes de morir. Seguramente habían sido los alemanes, y ella había llegado después, para ver si sus hijos seguían con vida cuando dejó de escuchar explosiones, motores y balas y solamente el viento. Estaba famélica, con los huesos marcados y las ropas arruinadas. Todo aquello le dió a Grisha muchísima hambre. Fue a buscar una lata de sopa concentrada de arvejas y se acomodó para comer en uno de los recovecos del tanque. El modelo T-35 era muy grande, pero era casi todo blindaje y tenía muy poco espacio en el interior. Por el momento no iba a ir a ningún lado. La transmisión había fallado como tantas otras veces y hacía tiempo que los soldados Arseni Filippovich y Pavel Valentinovich se habían marchado a pie a buscar un mecánico o un repuesto o algo. Poco tenía Grisha para hacer salvo enterrar a los muertos y comer sopa concentrada de arvejas y esperar. Ocasionalmente oía pasar un avión, pero no tenía manera de saber si era aliado o enemigo o como iba la guerra.

Se quedó dormido en una posición incómoda y al despertar se sintió entumecido y adolorido. Decidió salir a caminar por el pueblo, con la vaga esperanza de encontrar algo para comer que no fueran sus últimas raciones de arvejas. Quizás un embutido preservado en algún sótano o una lata de bizcochos. Se arrastró por la escotilla y bajó del tanque con dificultad. No había nubes en el cielo y nada en el horizonte salvo el color gris y las ruinas de Kapustov. Los únicos sonidos eran el viento, las pisadas de sus botas en el camino de tierra y la fricción de su rifle contra el uniforme.

Antes de ser destruido, en el pueblo habrían vivido unas mil personas. No había edificio que no tuviera agujeros de bala o boquetes de artillería. Andando por las calles, la esperanza de encontrar algo para comer se desvaneció muy pronto. Era evidente que los alemanes se habían llevado todo lo que pudieron cargar y más también. Al caer la tarde, cuando Grisha se disponía a volver por donde había venido, escuchó un rumor en una de las casas destruidas y al acercarse con la mano en el rifle, ese rumor se transformó en un gemido y luego en un llanto. Entró por un enorme agujero en la pared y la vio, de rodillas junto a varios muebles rotos. Era idéntica a la mujer que había enterrado el día anterior, pero seguro que todas las campesinas famélicas y harapientas se parecían entre sí.

-Señora, ¿Se encuentra herida? -preguntó Grisha.

Ella levantó la cabeza y lo miró con unos ojos verdes gigantes, llenos de lágrimas. A Grisha le parecieron como dos tanques bajo la lluvia. No podía moverse y ella no lo hizo tampoco. Finalmente, la mujer habló.

-¿Nikolai? -dijo-. ¿Nikolai eres tu?

Grisha no dijo nada. Se acercó un poco y la mujer sonrió, se puso de pie y se le arrojó encima. Lo abrazaba repitiendo aquel nombre.

-¡Nikolai! ¡Nikolai ¡Nikolai! ¡Nikolai has vuelto! -lo besó, se apartó un poco y lo miró de cerca, secándose los ojos con las muñecas-. Que flaco que estás, debes estar muriéndote de hambre. Te prepararé una gran cena, como en los viejos tiempos.

Salió de la casa corriendo como una loca y Grisha se quedó parado, sin saber qué hacer. Pero cuando ella apareció con hermosos pedazos de carne salada y papas y cebollas y zanahorias, todo en paquetes armados cuidadosamente, supo que no iba a poder negarse a nada. Si ella quería que fuese Nikolai, sería Nikolai todo lo que quisiese.

-Tenía esto escondido -le dijo-. Lo junté a lo largo de los meses que estuviste fuera, bien escondido para tí, para cuando volvieras del frente. Cuéntame, eh. Cuéntame todo lo que viste, los lugares donde estuviste. ¡Ay! ¡El vodka!

Otra vez se fue corriendo. Para hacer algo, Grisha se puso a acomodar los muebles caídos. Levantó la mesa. Despejó escombros. Cuando la mujer volvió con la botella de vodka, lo encontró tratando de reparar una silla rota.  

-Ay Nikolai, tú siempre tan laborioso. Vas a necesitar clavos o pegamento, ¿Verdad? He conservado todo en el cobertizo, igual que como lo dejaste. Toma un trago para calentarte el cuerpo.

Grisha le contestó con un monosílabo, aceptó el trago y fue a buscar el cobertizo. Encontró sus ruinas chamuscadas y podridas. Juntó algunos alambres retorcidos y oxidados y supuso que podría hacer algo con eso. Mientras tanto, la mujer encendía un horno de leña con los muebles que eran insalvables. Cocinaba y le preguntaba cosas de la guerra. Grisha tomaba vodka, reparaba como podía los muebles y le contaba de su propia experiencia como tanquista. No quería mentirle demasiado y asumió que ella no sabría exactamente donde había servido el tal Nikolai. Además nunca había sido bueno inventando historias. Ella lo escuchaba con atención, y hacía muchas preguntas. Y luego, mientras comían el maravilloso guiso con avidez, uno frente al otro, Grisha se dio cuenta que no podía dar cuenta de que edad tendría la mujer. Parecía bastante mayor que él, pero eso podía ser un efecto de la guerra. En realidad podía ser muy joven. Le había dado un beso, pero eso no significaba nada en un pueblo de campo. Podía ser la esposa de Nikolai, pero también su hermana o incluso su madre. Cuando terminaron tenían mucho sueño, y ella le mostró una cama que había hecho con mantas viejas y deshilachadas, como un nido de pájaro. Lo abrazó y Grisha tuvo un ataque de culpa. Estaba a punto de confesarle que no era Nikolai, pero se dio cuenta que la mujer se había quedado dormida al instante. Él no tardó en seguirla.

Al otro día se despertó solo, y pensó que todo había sido una alucinación. Luego sintió el olor a comida proveniente de la cocina y la mujer estaba allí, haciendo el desayuno. Le dio los buenos días y comieron juntos. Cuando terminaron, Grisha anunció que iba a salir del pueblo, a donde estaba el T-35. No iba a abandonarla, necesitaba dejarle un mensaje a sus compañeros para cuando volvieran a buscarlo allí y no lo encontraran. Ella le dio unos bizcochos para el camino, que sacó de una lata cubierta de tierra. Parecían en buen estado. Cuando perdió de vista la casa arruinada, Grisha se preguntó de dónde sacaba aquella mujer tanta comida y que harían una vez que se acabara y sus camaradas no volvían. O si llegaba a entrar en razón y se daba cuenta que él no era Nikolai sino Grigory Nikitovich. Otra vez sintió culpa. Se dijo que esta vez sí le confesaría la verdad y enfrentaría cualquier consecuencia, pero se olvidó de eso cuando acercándose al tanque divisó un grupo de perros salvajes que habían desenterrado algunos cuerpos de la fosa común, y se disputaban sus partes. Grisha les gritó para espantarlos, pero como no le hacían caso se vio obligado a disparar al aire. Los perros salieron corriendo y él se acercó a examinar los restos de su banquete. Estaban en muy mal estado, y el olor casi lo hizo vomitar. Aún así se metió en el tanque a buscar su pala, y de paso anotó en una libreta que se había refugiado en el pueblo y la colocó de tal forma que fuera lo primero que uno viera cuando entraba por la escotilla. Tardó dos horas en enterrar el desastre de los perros. No podía dejar a los muertos tirados, así como así. Mientras volvía, cargando la pala y sin apetito para liquidar los bizcochos que le quedaban, pensó en la futilidad de lo que había hecho, pues sin duda los perros seguirían por ahí y volverían apenas él se alejara. No se le ocurrió cómo podía hacer para evitarlo. Al acercarse a la casa se dio cuenta que la mujer (aún no sabía su nombre y no podía preguntarle) había estado muy ocupada preparandose para su retorno. Sintió el aroma de aún más carne guisada para la cena. Nuevamente quedaron dormidos casi al instante, uno junto al otro.

Al día siguiente se despertó enfermo. La frente le quemaba y le dolía todo el cuerpo. No quería probar bocado pero la mujer insistía, quería meterle comida por las orejas. Decía que le daría fuerzas para recuperarse. Las verduras se habían acabado, pero parecía que la mujer tenía acceso a un frigorífico entero. La carne era infinita. Ella se encontraba perfectamente, Grisha debía haberse pegado una peste mientras enterraba a los muertos. Tendría que haberlos dejado a merced de los perros, que le importaba. Ellos también necesitaban comer.

Estuvo postrado todo el día, vomitando ocasionalmente, y al anochecer pensó que se iba a morir. Soñaba que los perros salvajes lo desenterraban, que le arrancaban las piernas y se las comían. La mujer lo atendía, lo alimentaba, le daba vodka, le decía pobre Nikolai, y él alucinaba. Ahora era ella la que lo desenterraba y le arrancaba las piernas, pero se las daba a él para comer. Come Nikolai, esto te dará fuerzas. Nos iremos a vivir lejos de la guerra, a un campo fértil. Tendremos una huerta de tomates y criaremos vacas. Y caballos. Siempre te gustaron los caballos, Nikolai. No me llamo Nikolai. Tendrás los hijos que siempre quisiste y envejeceremos juntos. Que no soy Nikolai, me llamo Grisha. ¿Qué dices Nikolai? ¿Quién es Grisha? Yo, Grigory. Sargento mayor Grigory Nikitovich Silvestrov, del hexagésimo séptimo regimiento de la división acorazada treinta y cuatro del octavo cuerpo mecanizado con base en Kiev. ¿Kiev? Estás alucinando por la fiebre Nikolai. ¡No soy Nikolai! ¡Nikolai debe estar muerto! ¡Reventado en mil pedazos o enterrado en alguna parte! ¡Comido por los perros! ¡Yo soy otra persona! ¿Qué otra persona? ¡Yo! ¡Grigory!

Y cuando Grisha despertó en su lecho improvisado, varios días después, no era la mujer la que lo miraba desde arriba con sus enormes ojos verdes si no sus compañeros de tanque, Arseni Filippovich y Pavel Valentinovich. Les pidió agua y le dieron de beber de una cantimplora. Le contaron sus aventuras, que estuvieron prisioneros de los alemanes, pero que el General Vasilevski los había hecho huir al otro lado del Dniéper y los había liberado. Y entonces lo primero que hicieron fue pedir que los dejaran venir a buscarlo. Que susto que tuvieron cuando encontraron al tanque rodeado de cadáveres desenterrados y mutilados, pero que alivio al encontrar la nota que los guió hasta la casa.

-Esos malditos perros -dijo Grisha-. No dejan descansar a nadie.

-A nadie -dijo Pavel Valentinovich-. Ni siquiera a las mujeres y a los niños.