China no es lo que vos pensás. Un país asiático, una forma de decirle a la porcelana o un local que vende libros usados en la calle Suipacha, casi llegando a la avenida. Lo descubrí un día que caminaba por esa misma calle, y donde estaba la librería habían puesto una sociedad de fomento. Una muy pequeña, como una cajita para guardar tabaco. ¿Hay de esas todavía? Mi viejo usaba. En cualquier caso, la sociedad de fomento tenía un ambiente solo, sin contar una puerta en el fondo que debía ser el baño. Donde solían estar las pilas de libros viejos ahora se veían a través de la vidriera cuatro sillas de jardín, una mesa y una máquina para hacer café. El cartel sobre la puerta lo habían cambiado, pero manteniendo parcialmente el nombre. Ahora decía “Sociedad de Fomento China”. En eso la puerta del baño se abrió y salió un hombre de unos sesenta años ajustándose el cinturón. Me vio mirando a través del vidrio y vino a mi encuentro.
-Bienvenido a la Sociedad de Fomento China -dijo.
-Le agradezco, pero no estoy entrando. En realidad tengo que ir al banco a hacer un trámite, permiso.
-¿Cuál es el apuro? Entre, tómese un café.
-El banco me cierra en diez minutos.
-Ah, perdóneme -cedió, haciendo un gesto con la cabeza, y se fue a operar la máquina, sacando un par de lentes del bolsillo de la camisa para leer las instrucciones. Seguí caminando a buen ritmo, hice el trámite que tenía que hacer y cuando el vigilante me abrió la puerta del banco ya cerrado pensé en volver por otra calle, para no tener que cruzarme al tipo de la sociedad de fomento otra vez. En mi cabeza lo bauticé “el chino”, aunque era perfectamente caucásico. Durante varios meses evité la calle Suipacha, pero me revolvía pensando en ella casi todas las noches. Me imaginaba al chino sentado solo en una de las sillas de plástico, tomando café en silencio, sin nada que fomentar en todo el barrio. A veces en vez de café tenía una cajita de tabaco que abría y cerraba. Otras interceptaba gente que venía buscando la vieja librería China y se encontraba con otra cosa totalmente distinta, una decepción. Porque, ¿Qué actividad se podía llevar a cabo en un espacio tan reducido? Imposible hacer karate, boxeo, danza árabe, folklore o un curso de peluquería en un salón diminuto con cuatro sillas. Seguro que sus intenciones eran buenas, en pos del bien común. ¿Por qué habría hecho todos los trámites municipales para poner la sociedad de fomento si no? Gastado toda esa plata. Seguramente pensó que si una librería tan barata como China había cerrado en el barrio era porque a nadie le importaba ya la lectura. Me corrijo: a nadie le importaba más nada. Un barrio de abulia absoluta. Un vacío.
Pero al chino sí le importaban las cosas. Decidí que si a él en su solitaria misión le importaban, a mí también me iban a importar el barrio y sus habitantes. Yo iba a ayudar al chino a transformar su sociedad de fomento en la mejor sociedad de fomento. Salté de la cama y fui corriendo hasta la calle Suipacha, sin tener en cuenta que eran las dos de la mañana y que yo estaba en calzoncillos. El local estaba cerrado, y ahora tenía cortinas en el lado de adentro de la vidriera. Y pegados contra el vidrio, flyers que anunciaban toda clase de cursos y actividades. Taekwondo, salsa, grupos de apoyo psicológico, horarios de comedor comunitario, una reunión el domingo por la tarde para discutir una lista de sugerencias a presentar en la municipalidad. Había hasta coloridos dibujos de los chicos del taller de dibujo. No podía ser. Era un barrio de mierda en una ciudad de mierda. ¿Cómo es que había tanta gente que le podían importar las cosas? Me enojé y volví a mi casa, pensando en cómo podía hacer para sabotear esa reunión del domingo. Mejor aún: en destruir completamente a la Sociedad de Fomento China. Fui al banco a pedir un crédito para financiar mi nuevo proyecto, y la chica que me atendió me dijo que por ser vecino del barrio tenía acceso a una tasa de interés diferenciada, pensada para estimular la economía local. Todo gracias al chino. Ahora lo imaginaba burlándose de mí. Tal era su vocación de ayudar a los vecinos que incluso los ayudaba a planear su propia destrucción. Ya le iba a sacar esa sonrisa imaginaria.
Con la guita del préstamo abrí un prostíbulo clandestino justo enfrente de la ex-librería China. Pero yo conseguí chinas de verdad, campesinas pobres de la provincia de Fujian que me hacía traer engañadas para ejercer de prostitutas. También aproveché a los egresados del curso de jardinería de la sociedad de fomento para plantar droga en el patio. Y a los de química para poner un laboratorio de procesamiento en el sótano. Las chicas que aprendían corte y confección zurcían a destajo ropa de marca trucha justo al lado de las sustancias tóxicas.
Miraba por la ventana de mi oficina del segundo piso a los chicos que salían sonrientes de los talleres de arte y veía futuros drogadictos, y a sus padres abandonando sus tareas comunitarias para hundirse entre los muslos de una inmigrante ilegal. En poco tiempo, cada vez menos gente visitaba el local del chino y cada vez más gente se corrompía en el mío, como consumidor o como trabajador casi esclavo. O directamente esclavo. ¿Por qué no? Eventualmente junté suficiente guita como para comprar el local de enfrente y cerrar la Sociedad de Fomento China de una vez por todas, pero entonces me topé con un problema: el dueño chino del edificio no me lo quería vender.
Este era un chino de verdad, que había atendido la librería de usados durante veinte años. Un hombre de los que parecen corroborar el mito de hacerse desde abajo, que llegó al país sin nada y libro a libro se hizo su negocio y su pequeño capital. Mi enemigo, el que yo llamaba “el chino”, había sido su empleado de confianza, que se hizo cargo cuando el otro se jubiló y se retiró a su casa a leer finalmente todos esos libros para los que nunca tuvo tiempo. Sin libros, pensó de qué otra manera podía hacer progresar al barrio, e inadvertidamente disparó todas mis pesadillas. El chino de verdad, el lector, no quiso saber nada de mi dinero negro.
-¿Para qué lo quiero? -dijo-. Ya hice todo el dinero que necesitaba. No me casé, no tengo hijos y hace años que no tengo contacto con mi familia en China. Muchas gracias por su oferta.
No había caso. Solo quedaba una solución: tenía que hacerlo adicto al opio. Eso no resultó nada fácil. Tenía gente que trataba de venderle opio cuando salía a trotar o a comprar algo al almacén. Lo seguían por la calle, lo emboscaban en las plazas, pero siempre en vano. No hubo descuento ni muestra gratis que lo convenciera de probar el opio. Lo único que le interesaba era una vida tranquila de libros. Tuve que tomar medidas más drásticas.
Una noche fui a su casa con mis matones (ex-practicantes de boxeo en la sociedad de fomento) y sellamos todas las puertas y ventanas con cinta industrial para que no hubiera ventilación. Hicimos un orificio en la pared de la habitación donde dormía y por él introdujimos una manguera. La manguera estaba conectada a una cajita como la que usaba mi padre para guardar su tabaco, pero ésta contenía opio. Enormes cantidades, que quemamos y cuyo humo le arrojamos indiscriminadamente durante varias noches. El chino de verdad efectivamente se volvió adicto, y empezó a venir a mi prostíbulo a fumarlo. El problema era que mis matones y yo aspiramos accidentalmente un montón de humo de opio en el proceso y, también nos volvimos adictos. Fumábamos todo el tiempo, y descuidamos el prostíbulo y nuestra fuente de droga y nuestro taller ilegal. Para cuando el chino de verdad estuvo lo suficientemente desesperado como para cambiar su local por dinero para opio, yo ya no tenía más nada. Con mis matones todo el tiempo drogados, una banda rival no tardó en arrebatarnos el negocio. Y para colmo, el chino falso convenció a los hijos de puta de que le perdonaran la deuda a su antiguo jefe y le dejaran seguir con la sociedad de fomento. No sé cómo hizo. Pero la verdad que ya no me importaba. Dormía en la calle, haciendo toda clase de cosas humillantes para sobrevivir. Sobrevivir significaba conseguir más opio. Olvidé todo lo que había sido y soñado alguna vez. Ahora nada más soñaba con campos de amapolas. Me olvidé de los chinos, las librerías, los préstamos bancarios y la porcelana. Solo quería opio. Luego empecé a desear la muerte y una noche decidí que lo mejor era tirarme de un puente y acabar todo de una vez.
Me salvaron unos muchachos jóvenes, con camisetas de fútbol de varios clubes distintos. Me atajaron antes de que saltara y me recomendaron una sociedad de fomento china en la calle Suipacha, en la que hacían reuniones de terapia de grupo para ayudar a la gente a salir de la droga. Fui esa misma tarde, sin saber muy bien con que me iba a encontrar. Era un lugar pequeño, con cuatro sillas de plástico, una mesa y una máquina para hacer café. La reunión la presidía un hombre de camisa de unos sesenta años, que bauticé “el chino”, y que indudablemente me salvó la vida.