Levitación

I.

La gente se ríe de los levitadores. No sé si en todos lados será igual, pero en el subte un levitador puede elegir entre pasar desapercibido, es decir, ocultarle sus dones al mundo, o bien estrellarse contra el fondo del vagón. Esto ocurre cuando quiere usar su don para ver si alguien le da unos pesos a cambio de la demostración. El levitador entra y se sienta con las piernas cruzadas, la espalda derecha y el mentón hacia abajo. Recita su mantra, se despega del suelo, diez, quince, treinta centímetros, el tren arranca y el pelado se la pone estrepitosamente.

Son todos pelados los levitadores, no estoy muy seguro de porqué. Hasta las mujeres. A las mujeres peladas mucha gente las encuentra poco atractivas, pero para un selecto grupo son irresistibles. Como yo. Si alguien te dice que un grupo es selecto, es porque está o quiere estar en ese grupo. Entonces siempre que me subo al subte me fijo si puedo sentarme al fondo del vagón, para que cuando una levitadora salga volando poder atajarla. Ella me agradece, la atajada y la contribución, pero luego sale corriendo espantada, ya que nunca puede pasar nada más. Para levitar parece que hay que ser célibe, y la gente célibe resulta generalmente sospechosa, como los pelados de bigote. ¿Qué es mejor? ¿Coger o levitar treinta centímetros sobre el suelo? No que un levitador puede subir mucho más que eso, aún fuera del subte. Uno diría que tiene más sentido ponerse a levitar en una plaza al aire libre, donde las leyes de Newton no puedan castigarlo tanto por atreverse a desobedecerlas. Un día le pregunté a una levitadora que había atajado por qué insistían en hacer el ridículo en el subte en lugar de salir a la superficie. Me contó la historia de José Beltrán, el primero de los levitadores.

II.

José Beltrán era todo lo contrario a la imagen que le viene a uno a la mente cuando piensa en un levitador. No era un monje tibetano sino un espadachín español nacido en 1516. No era pelado ni célibe sino un mujeriego con la melena de un caballo alazán. Hizo su fama de valiente y seductor en los arrabales de Toledo y sirvió a Carlos V en las guerras italianas del 36’. Luego, mientras todos sus compañeros se iban a buscar fortuna a las Américas, él se hizo amigo de un capitán suizo y junto al resto de la compañía marcharon al Oriente.

En Vietnam, la casa real de Mac se enfrentaba a la casa de Lê. Esta última, que controlaba el sur del país, había pedido ayuda a la China de los Ming para deshacerse de sus rivales norteños. En esa época, China tenía muchos problemas propios, como revueltas de campesinos, piratas japoneses y una avanzada de misioneros provenientes de Portugal. Fue uno de estos, el padre Ferreira de Asís, quien contactó a los suizos. Su idea era que si un contingente cristiano ayudaba a hacer desistir la intervención china, el norte de Vietnam se convertiría al cristianismo, y serviría para eventualmente convertir a toda la región. A cambio, los mercenarios podrían saquear todos los templos budistas que encontraran, y quedarse con sus tesoros.

Sin embargo, para cuando Beltrán y los suizos llegaron a Cao Bang en una carraca portuguesa, el emperador Mac ya se había rendido ante la posibilidad de un ejército de más de cien mil chinos bajando desde la provincia de Guangxi. Mac se arrastró descalzo frente a ellos, les cedió grandes parcelas de tierra, los registros impositivos y la soberanía de su reino. Sin una guerra santa para pelear, los mercenarios se dedicaron a lo que mejor hacían: saquear todos los templos que encontraron en su camino a lo largo del río Bang Giang.

III.

Y entonces ocurrió que José Beltrán, que siempre había sido una persona despreciable por cualquier métrica que uno tomara, alcanzó la iluminación. Los monjes que cuidaban los templos eran gente pacífica, y se limitaban a intentar enseñarle el noble óctuple camino a sus atacantes mientras ellos los atravesaban con espadas y alabardas y robaban sus tesoros. Esto se repitió todo a lo largo del Bang Giang y del Río Rojo. El barco que los mercenarios usaban estaba casi repleto de oro y estatuas de jade y ya estaban listos para volver a Europa cuando oyeron que en un lago al oeste de Hanoi había un templo ancestral y gigantesco, que guardaba diez veces las riquezas que ellos habían adquirido hasta ese momento. La decisión fue unánime. Barrieron a toda resistencia que encontraron hasta las mismísimas puertas de bronce de la pagoda de Trấn Quốc, pero hasta allí llegaron. Tres veces asaltaron la imponente estructura y tres veces fueron repelidos por los valientes defensores, que se dice blandían espadas mágicas que pertenecieron a héroes de la antigüedad y estaban poseídos por sus espíritus.

Los suizos preparaban la retirada definitiva cuando a Beltrán se le ocurrió un plan maestro. Se afeitaría la cabeza, se pondría la túnica de un monje muerto y correría desesperado pidiendo refugio en el templo haciéndose pasar por él. Todo el día imitaría los rezos y los rituales que practicaban los demás monjes para disimular y al llegar la noche propicia apuñalaría por la espalda al centinela y abriría las puertas a sus compañeros. Su capitán le dio veinticuatro horas. Éstas pasaron entre plegarias y tañidos de campanas ceremoniales, y no hubo noticias del español, que seguía en alguna parte tras las puertas de bronce.

Los suizos se encogieron de hombros y volvieron a Suiza. Quizás vivieron en la riqueza el resto de sus días o quizás fueron interceptados por los otomanos en el mar rojo. Beltrán vio los dos futuros posibles mientras meditaba en la posición de la flor de loto y a su alrededor hacían eco los mantras en lenguas que no entendía. Vio montañas de vidrio y arlequines de extrañas ropas que hacían piruetas entre una multitud indiferente. Conversó con los espíritus de los héroes de Vietnam acerca de la naturaleza del tiempo y amistosamente trabó espadas con ellos hasta que aprendió a elevarse del suelo. Entró flotando en el luminoso túnel del Nirvana y siguiendo un impulso que venía de algún lugar en su interior dobló por el camino equivocado. Entonces, una enorme serpiente de metal vino bramando a su encuentro y se lo tragó.

IV.

-José Beltrán soy yo -dijo la pelada del subte-. Entré a este cuerpo hace once minutos, como antes he entrado en muchos otros. Yo mismo le afeité la cabeza. Mi objetivo no es juntar inútiles maravedís sino escapar de este ilusorio mundo terrenal. No os imagináis lo que se siente haber visto el cielo, tocado su luz sólida con la mano y haberlo perdido en un infame giro de la fortuna que me trajo a la barriga de este monstruo. Solo quiero escapar de aquí.

-¿Sabías que podes salir por la escalera mecánica, no? -le contesté.

-¿Qué es una escalera mecánica? -preguntó Beltrán.

Nos bajamos en la estación siguiente y se la mostré. Beltrán dudó, pero al poner un pie en el primer escalón se elevó maravillado sobre el suelo y por primera vez en su vida, en todas sus vidas, no se la puso contra el fondo de algo.