Si algo tiene de remarcable la política moderna es su consistencia: siempre ganan los que no quiero. Si estás leyendo esto, posiblemente te pase algo parecido. Me gustaría investigar por qué sucede, aunque solo sea para contentar al adolescente políticamente comprometido en mi interior, que lo quiere pelear. Para lograrlo, recurriré (1) a lo largo del relato a todas las ideas ajenas que considere necesario.
¡Entonces! “Los que no quiero” suelen ser conservadores a nivel político y liberales a nivel económico (2). Me pondría a desarrollar a qué me refiero exactamente con esos términos y porqué no los quiero, pero uno rápidamente descubre que ninguno de esos atributos, que según mi educación formal era lo que distinguía a un candidato de otro, importa para nada. Da igual si creen en el libre mercado, en una economía planificada al milímetro o en leer el futuro en tripas de chancho para ver que conviene que plantar. Si están a favor del aborto o si pretenden implementar el burka obligatorio. Según los números de Jaime Durán Barba(3), nada más que al 20% de los electores les interesa si el candidato es de izquierda o de derecha, y que dice que va a hacer una vez que gane. Como el otro 80 es bastante más que 20, el consenso entre los especialistas y consultores políticos es que la ideología se la pasan por los huevos. No porque no exista más, si no porque no es relevante para la campaña. Los definidos ideológicamente suelen ser personas mayores, de los tiempos de la Guerra Fría, o electores con una educación sofisticada. Los viejos se mueren y la educación es costosa y toma mucho tiempo, por eso tienden a ser los menos.
Esto no significa que Duran Duran piense que el elector medio es un simio cabeza de ladrillo, como vi en algunos memes de Facebook. Todo lo contrario, es solo que la gente tiende a ser mucho más parecida en sus intereses estúpidos, vulgares y lascivos que en sus intereses refinados, morales o inteligentes. Un tornero de Wilde quizás escuche Zeppelin mientras trabaja y su jefe que vive en barrio privado preferirá Brahms, pero a los dos les gustan los culos, y por eso ven a Tinelli. Diversidad sincrética: ni el medio ni el público es responsible por la calidad. Esto lo decía David Foster Wallace para tratar de explicar por qué la televisión es una cagada, pero no es un salto muy grande aplicarlo a la política, que se mueve por canales e intereses parecidos. La visibilidad de un candidato moderno es una consecuencia directa no de nuevos hechos ideológicos, sino de hechos acerca de la nueva importancia de la cultura de masas. Como electores, no nos unen tanto sentimientos o ideas comunes, sino imágenes comunes. No importa lo que digan si no lo que parezcan.
Nadie, en ninguna parte, ve esto como un cambio positivo. Duran Barba tampoco, pero en sus libros remarca constantemente que el consultor político no es un militante. Se ve más bien como un médico, que viene a resolver un problema puntual: que su candidato gane la elección, muchas veces a pesar de sí mismo y las supersticiones que pueda tener(4). Acá entra Ortega y Gasset con todo lo de la rebelión de las masas, que coparon los espacios que antes pertenecían a la aristocracia. Son las masas las que deciden quien gana una elección, no cuatro masones tomando brandy en un Club del Progreso o un círculo de intelectuales. Duran Barba compara la elección con el teatro de Pirandello. Cuando un consultor como él diseña una campaña, le interesan los electores poco informados, los menos politizados, porque son ellos los que pueden moverse. Los ve como una especie de blob hedonista insaciable. Sin embargo, como dije antes, no como idiotas manipulables(5). El elector, por más simple que sea, es autónomo, pero no vota motivado por los tortuosos problemas teóricos que desvelan a los intelectuales, ni por los truquitos de algún publicista.
Eso es otra cosa remarcable: Un consultor no concibe la campaña política como una campaña de marketing. Se vale principalmente de herramientas estadísticas para averiguar cómo ve a los candidatos cada grupo de votantes posibles y que es lo que les interesa, para que su candidato hable de ello y adopte la imagen que más convenga. Sus estadísticas son los videos de los bilardistas. Distinción: “que les interesa” a los votantes, no “que quieren”. Si pregunta directamente “que quieren”, siempre y en todas partes le van a decir lo mismo: seguridad, trabajo, educación, etc. Cosas generales que puede decir cualquier candidato más allá de su pertenencia a tal o cual partido(6). Lo que realmente sirve determinar para ganar es cómo percibe subjetivamente la realidad la mayoría de los electores. Su opinión personal es todo lo que importa. Nadie vota racionalmente, comparando propuestas. Votamos a un candidato si nos cae bien, o si el otro nos cae peor. No lo votamos si nos cae mal. Y esa antipatía no se supera con una buena propuesta, sino con otras pasiones más intensas que ese sentimiento negativo concreto.
Entonces vuelve la comparación de una elección con un teatro, con un reality show. Esto es una manera de entender más que la política, el mundo, la vida, según la cual todo es apariencia, es decir teatro, es decir juego y diversión. Lo que el ganador del premio Nóbel y gorila peruano Mario Vargas Llosa entiende por frivolidad. Él habla de la civilización del espectáculo, de la frivolización de la cultura. Si aceptamos que la campaña política es nada más que un espectáculo, lo que dice Vargas Llosa aplica(7). La diferencia esencial entre aquella política del pasado y el entretenimiento de hoy es que los conceptos ideológicos de aquel pretendían trascender el tiempo presente, durar, seguir vivos en las generaciones futuras, en tanto que los productos de éste son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer, como unos bizcochitos Don Satur(8) o un balde de pochoclo. Karl Marx, el Che Guevara, Perón, todavía Bakunin y Adam Smith formulaban ideas que pretendían derrotar a la muerte, sobrevivir a sus autores, seguir atrayendo y fascinando en los tiempos futuros. La campaña de Macri o de Trump, como los recitales de DJ Mandanga, no pretenden durar más tiempo de su presentación, y desaparecer para dejar el espacio a otros productos igualmente exitosos y efímeros. Por lo tanto, son menos rigurosos y más accesibles. Como la cultura, la política es diversión y lo que no es divertido no gana.
Entonces, ¿Cómo se enfrenta la ideología a todo esto? Respuesta: no puede. Una postura ideológica, más allá de su posición en el espectro, depende de su seriedad. Eso la pone en una grossa desventaja con respecto al tipo que baila y tira cuetes arriba del escenario. Ese personaje se mueve con muchísima mayor flexibilidad bajo el ojo público, que no lo abandona si dice estupideces. Más si tiene un Duran Barba al lado que afirma tener 100 estrategias para resolver cada cagada en la que se meta según sus características puntuales. La ironía, la bala de plata tradicional contra el poder, al bailarín le rebota en la levedad de su pecho. Atacarlo directamente solo le hace ganar más votos, y perderlos al que lo ataca. Un candidato postmoderno puede parodiar la seriedad y out-payasear a cualquiera. Y un infiltrado que baile y tire cuetes, y después de que gane expropie los medios de producción para los trabajadores y todo así, no sólo difícilmente pueda vivir con esas contradicciones sin estar loco, sino que perdería toda credibilidad para el núcleo ideológico que serían sus votantes duros. Una de las tácticas de Duran Barba es, justamente, aprovechar las sutilezas ideológicas para que los votantes comprometidos diluyan sus votos entre los que podrían hacerle frente a su cliente si se unieran como un Voltron.
Lo cierto es que atrás no se vuelve. La meme generation no tiene ni tiempo ni ganas de leerse Marx, Friedman, Keynes y demás para tener una ideología formada y participar de un debate. No tiene tiempo ni ganas de ir a una movilización en una plaza. Tiene más cosas para hacer en su tiempo libre que sus padres y sus abuelos. Vive en un mundo que es completamente distinto al de la máquina de vapor o la radio y se maneja con otros códigos(9). Y no que quisiéramos volver al pasado necesariamente, aunque pudiéramos. Ese pasado también está lleno de Hitlers y Stalins que no estaría mal dejar atrás.(10)
Entonces, ¿Cómo se vence a la política posmoderna? Una salida (deprimente, por cierto) es la indiferencia total. La idea del cuento de Borges “La utopía de un hombre que está cansado”, donde en el futuro la gente deja de darle bola a los políticos, los ignora cuando llaman a elecciones o se insultan entre sí o hacen sus shows de cuetes, y la democracia muere en el olvido y todos se transforman en un montón de Borgeses anarquistas. Sin embargo, la democracia es una tecnología que no conviene dejar evaporarse tan fácil en anarcoborgeanismo. Después de todo, es el único formato de gobierno que permite denunciar y castigar la corrupción. Esa es otra salida posible: el ciudadano como policía moral de sus políticos, a la manera de un régimen totalitario que vigilaba estrictamente a su población, pero de abajo para arriba. No importa quién esté arriba, qué impresentable gane la elección. Decía Bertrand Russell(11) que un gobierno se comportará mejor cuando dependa de una población vigilante que con una que sea indiferente a las consideraciones morales. También lo harán en una comunidad en la que sus crímenes, si los hubiera, puedan ser ampliamente conocidos que en una donde haya una censura estricta bajo su control. Por supuesto que una cierta cantidad de salvoconducto gubernamental puede ser alcanzada mediante la hipocresía, pero esa cantidad puede ser muy limitada mediante instituciones apropiadas(12). Por otra parte, ¿Cómo puede ser árbitro moral una población tan postmoderna como su líder, que no tiene absolutos ni imperativos de ninguna clase? ¿Es otra utopía? ¿Otro reality en potencia? ¿Sería posible una táctica post-irónica, post-espectáculo, post-todo, que mediante algún proceso dialéctico supere en combate tanto a las formas tradicionales como a la frivolidad más vápida? Eso buscaba David Foster Wallace en el contexto del arte, antes de matarse en 2008, aún sin ver a un Donald Trump de presidente.
1 Es decir, robaré.
2 O locos de la cabeza que me incomoda tengan acceso a un arsenal nuclear.
3 Que viene a ser el tipo que evita que los que no quiero se disparen en su propio pie en cada elección.
4 Como buen profesional, DETESTA que sus clientes se metan en su trabajo.
5 Cabe destacar que muchos votantes sienten que necesitan cosas, pero quieren ser ellos los que decidan qué necesidades deben satisfacer. Ej: ir a un recital de DJ Mandanga antes que comer comida caliente algunos días. Ahí la ineficacia actual de la larga tradición de regalarle cosas a la gilada para que te vote. La humanidad es insaciable.
6 Cómo “solucionar la pobreza”. La mayoría de los electores se sienten pobres. Ahora, como dice Jason Pargin, la pobreza es una cualidad relativa. Yo soy una rata miserable al lado de un sultán petrolero, pero un millonario decadente al lado de un campesino nigeriano que no tiene agua potable. Aún el CEO de una multinacional puede sentirse pobre con su Audi Mercedes con turbinas nucleares si Bill Gates que estaciona al lado tiene el mismo auto, pero forrado de oro y cocaína.
7 Al igual que mi sacada de contexto de Foster Wallace.
8 Sponsor oficial de este relato.
9 Dank memes.
10 También es totalmente posible que mis llantos de que va a seguir ganando el bailarín tiracuetes para siempre diga más acerca de mi residencia dentro de la gilada que inadvertidamente lo hace ganar, de mi falta de visión estratégica, que lo que dice acerca del agotamiento de las posibilidades de la política ideológica. Pero si me quedo con eso no hago nada.
11 O podría haber sido Aristóteles, ya no me acuerdo.
12 Aunque Russell probablemente no se refería al linchamiento popular de funcionarios.